viernes, 25 de abril de 2008

La retina del viajero

Conozco mucha gente a la que le encanta viajar.
Varias de esas personas viajan bastante debido al tipo de trabajo que compartimos.
Les apasiona. Vaya por delante que yo soy un gran viajero aunque todos mis compañeros y amigos saben que a mi no me gusta sacar un billete y que de hecho no viajo apenas según el concepto estándar del término. Además se me dan muy mal los idiomas y soy capaz de perderme en el pasillo de casa.

Un amigo de muchos años y yo intercambiamos durante determinados períodos de nuestras vidas, misivas, cartas, en ellas siempre firmábamos como viajeros. Mi amigo jamás se ha subido a un avión, yo sí, pero lo evito todo lo que puedo. Sin embargo, ambos nos sabemos viajeros. Y de los míticos.

En mi opinión si la gente necesita tanto viajar es sólo porque no es consciente de que el mero hecho de estar ya nos convierte en aventureros-viajeros. Viajamos de manera inevitable en el tiempo, con todo lo que ello conlleva, pero también en el espacio-vacío-éter por el que nos desplazamos junto con la tierra, el sistema solar, la galaxia. El paisaje que recorremos, ese vacío adornado esporádicamente de estrellas, pero también de pequeñas y grandes miserias y maravillas. Ese es otro cantar. Pero es un cantar importante. Ese paisaje que hoy se llama espacio-tiempo, ayer éter y que, da igual como lo llames, nadie sabe lo que es. Importante, lo mismo que esa costumbre que nos convence de la trivialidad de estos argumentos sobre viajeros que no viajan. Nos educan para obviar lo extraordinario de nuestras vidas o quizás es que nos educan para no pensar con todo lo que ello implica. Y la gente necesita viajar, porque ayuda a romper esas cadenas invisibles que atan nuestra mente. El hecho es que estamos aquí bajo un techo de espacios infinitos. Cuando miras arriba en una noche despejada ¿qué ves? Algunos sólo elevan el rostro cuando se han desplazado miles de kilómetros. Cuando eres consciente del tiempo, de su extrañeza que puede hacer de los minutos horas y de las semanas momentos. ¿Qué sientes? Cuando en el día a día, miras en torno y contemplas lo insólito, y descubres asombrado la salvaje, bella y peligrosa, desnudez de lo cotidiano. Entonces, las reglas se revisan, el alma se vivifica, la mente se despierta y uno se descubre viajando. Es el puto satori hecho carne, como quien dice. La diferencia está en la mirada. La retina que captura la luz y, como parte del cerebro que es, ya procesa la imagen. La mirada define el mundo. El viajero lo es, no porque coja aviones y se vaya, con su gorra de turista a comprar sólo o en rebaño, a visitar piedras y/o ruinas y lugares exóticos. No. El viajero lo es porque tiene la mirada del viajero. Esa mirada que sabe que camina sobre más vacío que lleno, aquí o en el Indostán, a través de las inexistentes horas de un reloj que sí existe. Esa mirada que sabe que todo es como el reflejo de una quimera. Esa mirada que se asombra al descubrir a la misma ilusión como hija de algo todavía más insólito. Es el puto asombro hecho satori. Y se me disculpe la crudeza del vocabulario que, como es obvio, me falta. Poeta mudo, extraviado peregrino, pasaporte en la mano esperando el vuelo, momentáneamente cancelado, hacia la nada.

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